Medio kilo de autoestima, por favor

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¿Por qué nos sentimos siempre cargados de razón y maestros de todo?

Estamos en una sociedad en la que la comunicación se basa, cada vez más, en convencer de nuestras ideas. No buscamos divulgar, ni transmitir información a la espera del juicio de nuestro interlocutor, ni mucho menos hacer pensar a la gente.

Buscamos convencerles de que lo nuestro, sea lo que sea, es simplemente mejor. Puede ser nuestro producto, nuestra ideología política o una reflexión sobre el origen de nuestra especie. La cuestión es imponer nuestro criterio, nuestras ideas.

Ganar adeptos a la causa parece que nos mejora la autoestima y, mientras no la vendan en Amazon, tendremos que ingeniárnoslas para aumentarla de otra manera. Menos mal que muy pocos tienen el don de convencer así alegremente, porque yo me imagino un mundo en el que todos pensemos igual y me echo a llorar.

Además, todos somos ahora medios de comunicación. Sabemos y opinamos de todo como si una docena de doctorados nos respaldasen: en medicina, economía, derecho, psicología, arquitectura…

Cuando la vida sentimental de un torero es tan importante como la asignación de los fondos de recuperación europeos es que algo va mal.

Y eso pasa, entre otras cosas, porque los maestros tertulianos que nos acompañan a todas horas en la televisión, la radio o los medios sociales sientan cátedra sobre cualquier aspecto. Lo mismo analizan el vestido de Doña Leticia que nos informan con todo lujo de detalles sobre las ventajas, inconvenientes y efectos secundarios de tal o cual vacuna y porqué es infinitamente mejor que tal o cual otra. Lo mismo nos explican el funcionamiento de las renovables o discuten sobre la asignación de los fondos de la Unión Europea que destripan los desamores de un torero. Y ese es el run run de nuestro día a día.

La consecuencia es que el común de los mortales estamos hiper (mal) informados y eso -aparentemente- nos da derecho a ir por la vida como eminencias. Y como, además, nos han facilitado herramientas para esparcir y compartir nuestra verborrea alegremente, pues ahí tenemos las redes sociales plagadas de altavoces de nuestro periodista interior frustrado.

Así que ahora, más que nunca, el marketing está en nuestras vidas, todos somos “marketeros”. Antes eran solo las marcas las que nos querían convencer. Ahora, quien más quien menos, intenta convencer a los demás de que sus pensamientos, creencias e ideologías son los únicos ciertos y correctos. Cuánto poseedor de la verdad absoluta, ¡qué cantidad de talento emergente desaprovechado!

Por el bien de nuestra sociedad, la humildad debería estar presente en toda dieta emocional que se precie

En paralelo, y para terminar de arreglarlo, cada vez somos menos permeables a los argumentos. Nos subimos al carro de la razón y no hay quien nos apee. No escuchamos, disimulamos y asentamos con la cabeza pero, en realidad, solo estamos pendientes de cuándo hincar el diente al otro para esgrimir e imponer nuestra incuestionable sabiduría sobre el tema en ciernes. Y todo con una única meta: ganar. Tener razón, salir victoriosos de esa conversación transformada en batalla, de ese combate de boxeo en el que, desgraciadamente, se convierten muchas charlas triviales. Y, al final, claro está, no son conversaciones. Son disputas, broncas encubiertas en las que, aparentemente, gana el más vehemente y pierde el más perezoso. Pero no, aquí pierde todo el mundo. Así nos va. 

Creo que olvidamos con demasiada frecuencia lo agradable que es compartir reflexiones desde la apertura y la flexibilidad. Lo gratificante y enriquecedor que es un debate de verdad, no los que vemos en la política, ni mucho menos los que leemos en los muros medios sociales o cuando alguien vierte su opinión sobre un post o un vídeo. 

Hago desde aquí una oda a la grandísima felicidad que aporta la humildad, que nos descarga de tanto peso que debería estar en cualquier dieta emocional que se precie.